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CUERNOS
Iker Pedrosa Ucero
Pertxa agitaba la cabeza de un lado a otro, nervioso. Bebió, fumó una calada
que expelió furioso por las fosas nasales. Nada. No había manera. Y se suponía
que el desengaño amoroso sonsacaba a las musas sus más tiernas rimas, sus más
viscerales metáforas. Pero nada. Se alzó, echó un último vistazo a su mesa, tan
metódica que a pesar del cenicero colmado y los ocho botellines de cerveza
vacíos sitiando las hojas en blanco resultaba armoniosa, con su deje de bohemia
ilustrada. Bah: poser, se maldijo. Acabó la novena y salió a la calle, como perfectamente
habría hecho otrora Ludwig van.
Paseó un rato,
entró en un bar del barrio, “hola, una consumación alcohólica, sorpréndame, por
favor” y se fue al baño mientras le servían. A la vuelta eligió un periódico
del que no tardó en desviar la vista. Escuchó una serie de chupinazos y salió
en tromba del local, embistiendo todo lo que se encontraba a su paso.
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