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REVISTA RAICES DE PAPEL Nº 12 (2014)

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domingo, 10 de mayo de 2015

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "CUANDO DUERME GUARDAMAR" DE JUAN CALDERÓN MATADOR (LUNES 18 DE MAYO DE 2015, 19H. SALON DE ACTOS CULTURAL TELEFÓNICA, PLAZA DE CRISTINO MARTOS Nº 1 MADRID). ORGANIZA GRUPO LITERARIO "TINTAVIVA"









Por deferencia del autor,
ofrecemos a los lectores
esta muestra gratuita,
en la que se recogen 4 relatos
de los 36 que conforman el libro.











Juan Calderón Matador













CUANDO DUERME GUARDAMAR










Cuando duerme Guardamar
y el insomnio me clava sus cuchillos,
me pierdo por las calles
con un nuevo argumento naciéndome en las manos,
y al derramarse el alba entre los pinos,
los personajes huyen del cuaderno
para contar su historia a los bañistas
con la complicidad del sol y el agua.







LA PINTADA


          La pareja francesa llevaba el miedo cosido en su ADN; les circulaba cuerpo arriba y abajo por los mismos cauces que la sangre, pero yo no lo supe hasta unos años después.

          Parece que fue ayer cuando llegaron al chalet pintado de color salmón, justo al lado del mío, con la arena de la playa lamiendo el verde seto del jardín. Desde el mismo momento en que les ví supe que seríamos amigos. Quise que conociesen desde el principio la amabilidad de los guardamarencos, y no dude en llamar a su puerta, con un canasto repleto de las primeras naranjas de la temporada como obsequio de bienvenida. Catherine y Pierre me hicieron pasar, deshechos en disculpas por el desorden que reinaba en la casa, con cajas sin abrir por doquier, pero en pocos minutos ya se habían recuperado de la sorpresa de mi llegada y me invitaron a un aromático café au laít, como ellos dijeron, acompañado de exquisito brioche. En sus ojos podía leerse la palabra agradecimiento por mi acogida. Fue importante para ellos saber que no estaban totalmente solos en el lugar que habían elegido para vivir tras la jubilación.

          Pierre es un enamorado de España desde su juventud, cuando fue a Madrid a estudiar filología hispánica. Por entonces apenas conocía unas pocas palabras de nuestro idioma pero no tardó en dominarlo como el suyo propio. Tras finalizar la carrera regresó a Paris, donde ejerció como profesor de español. Hablar con él era como hacerlo con un paisano cualquiera, tan solo un, casi imperceptible, arrastre gutural al pronunciar las erres descubría su nacionalidad francesa. Catherine tenía un acento mucho más marcado, que la convertía en una deliciosa parisina llena de charme, con la que siempre era un placer dialogar. Su elegancia innata, sus refinados modales, seguían intactos, sin que el paso de los años le hubiese restado un ápice.

          Nadie como ellos supo sacarle tanto partido a Guardamar y era habitual encontrarlos participando en las actividades culturales del pueblo, gozando de sus impresionantes playas, que recorrían a diario desde más allá de las casitas de Babilonia hasta rebasar los límites de La Mata, o perderse en La Pinada, camino del Puerto Deportivo y el faro.   

          Después de ver por primera vez las fiestas de Moros y Cristianos, quedaron tan impresionados por la solemnidad,  el vestuario y la música, que no dudaron en formar parte de los festejos a partir de entonces, desfilando en el bando moro, porque ellos siempre estaban a favor de los perdedores, pero eso yo aún no lo sabía tampoco.

          Sin duda alguna, aquí habían encontrado su Paraíso particular y eran inmensamente felices. Sus amigos en el pueblo se fueron multiplicando a lo largo de los años, pero eso jamás hizo que a mí me dejasen de lado, todo lo contrario. Nuestra amistad se había hecho tan estrecha que casi pasamos a considerarnos parte de la familia. ¿Cómo podía imaginar yo entonces que sus vidas escondían algo tan atroz? Jamás hablaron de ello, ni hubo ningún comportamiento que me hiciera sospechar algo así, hasta aquel aciago día. 

          Fue el verano de 2012 el que les reabrió la herida, tan profunda y añosa, que nunca había llegado a cicatrizar totalmente. Aquella tarde había salido a pasear con ellos por la playa. Íbamos en dirección al faro y al llegar donde finaliza el Paseo Marítimo, Pierre se paró en seco, con la vista clavada en la pintada que aparecía en el muro, junto a la escalera de acceso a la arena. El horror fue una careta que se apropió del territorio de sus rostros, sin que yo pudiese entender qué sucedía.

          —Vaya, incluso aquí han pintado esvásticas. En los alrededores del Parque Reina Sofía también las vi anoche, cuando estuve cenando en El Papas —les dije, sin pensar que aquella cruz les hubiese convulsionado de tal forma. Mis palabras parecieron sacarles de una ensoñación y devolverles a la realidad.
          —Perdónanos, tenemos que marcharnos —afirmaron; y apretaron tanto el paso que apenas podía seguirlos.

          Aquella misma noche me hicieron partícipe de su historia, demasiado larga y dolorosa para poder resumirla en unas líneas. La contaron a borbotones, casi como queriendo justificar su reacción ante aquella pintada de calado nazi, haciéndome partícipe de un secreto del que nunca habían querido hablar por el dolor inmenso que les producía.

          —Somos judíos —aclaró Pierre, con lágrimas en los ojos—, por eso no hemos podido soportar esa horrible visión en el muro. No sabes lo que significan los nazis para nuestra familia. Nuestros padres y otros muchos seres queridos fueron victimas del holocausto. No pudieron sobrevivir en Auschwitz y nosotros estamos aquí por puro milagro. No tendríamos días suficientes para contarte las atrocidades que tuvimos que sufrir hasta ser liberados. No éramos más que uno niños.
          —Vinimos aquí por ser éste un pueblo tranquilo, donde todo nos resultó fácil hasta ahora, donde hemos podido solapar durante mucho tiempo el recuerdo de aquellos años de la infancia, pero lo que ha sucedido ha dado al traste con todo. Ahora nos resultaría imposible vivir tranquilos —añadió Catherine.
          —Pero esas pintadas son un hecho aislado, algo que no ha realizado nadie del pueblo, estoy seguro. No os asustéis. Aquí jamás antes había pasado algo así, los guardamarencos somos personas de bien, podéis estar tranquilos —traté de suavizar la situación con mis palabras.
          —No, no es un hecho puntual. En los últimos tiempos hemos visto repetidas veces en televisión y en la prensa cómo crecen los skinheads, no sólo en Alemania, Austria, Francia, Grecia y otros países europeos sino también en España. La ideología nazi vuelve a coger fuerza, incluso están ocupando escaños en los parlamentos —aseguró Pierre.
          —No podemos quedarnos aquí con esa amenaza constante sobre nosotros. Hemos de buscar un lugar más seguro. Pero nos vamos con el corazón destrozado, sabiendo todo lo bueno que dejamos atrás. Jamás olvidaremos aquellas primeras naranjas que nos regalaste, sobre todo por la amistad y el cariño que nos entregaste con ellas. Siempre estarás en nuestro corazón, siempre lo estarás, querido amigo —repetía Catherine mientras me estrechaba en un abrazo de despedida.

          Una semana más tarde, tras dejarme encargado de la venta de su casa, los vi partir con esa vocación de éxodo que rige la vida de tantos judíos por el mundo, roto por el dolor y sin poder comprender cómo habían aparecido aquellas pintadas en Guardamar del Segura, que me habían robado a mis dos grandes amigos.




JUEGOS DE MONAGUILLOS


          Aquella primavera nos cogió con los quince años a punto de caer. Llegó como un tornado que hizo girar todos y cada uno de nuestros sentidos. Ardíamos como ascua. Nuestros ojos respondían continuamente a la llamada del imán de las muchachas, que con el calorcito habían acortado aún más el largo de sus minifaldas. Pero había dos que eran especiales para nosotros y ocupaban el centro de nuestros pensamientos, Purita y Josefina, las hijas del tendero.

          Manolo, el Coloraíllo, y yo, Jesús, el de la Tomasa, éramos los monaguillos más populares en la Parroquia de Santa Timotea de los Imposibles. Gozábamos de la simpatía de las parroquianas, que en más de una ocasión nos daban propinilla por hacerles encargos especiales para don Celedonio, el párroco, quien siempre nos demostró afecto, como si fuésemos sus nietos. Pero todo aquello terminó la tarde en que inventamos el juego del chiminichi.

          Íbamos camino de la parroquia, con tiempo sobrado para preparar el rezo del rosario y la celebración de la misa, cuando se cruzaron en nuestro camino Purita y Josefina. Nosotros, con un pavo gordo posado sobre nuestras cabezas, las miramos con cara de atontados. Ellas, al vernos babear de aquella forma, no pudieron evitar la risa y, sobre todo, el sonrojo. No me pregunten cómo, pero al final acabamos los cuatro en un anexo de la sacristía donde se guardaban las cosas deterioradas o fuera de uso. Al principio no sabíamos qué hacer, aunque Manolo y yo sí teníamos claro lo que deseábamos. Intentamos echar unos bailes mientras tarareábamos el pasodoble El gato montés, entre risas tontas que no tenían ni ton ni son. Como vimos que las chicas no se arrimaban todo lo que nosotros esperábamos, y hacían una presión horrible con las palmas de sus manos contra nuestro pecho, decidimos animarlas con una copita del vino destinado para la celebración de la misa. Manolo, el Coloraíllo, fue a por la garrafa, de la que todos fuimos bebiendo a morro. El vino entraba de maravilla, tan suavecito, tan afrutado... y bebimos, y bebimos... Entonces se me ocurrió el juego del chiminichi.

          —¿Queréis jugar al chiminichi?  —Pregunté, poniendo mucha intención en la palabreja, a lo que Purita respondió, muerta de risa, con otra pregunta.
          —¿Qué es eso del "chimiquinosecuantos"?
          —Eso, eso, ¿qué es el "nosecuantos" ese? —Añadió Josefina, a punto de hacerse pis entre tantas carcajadas. El Coloraíllo y yo teníamos claro que lo que queríamos era ir al grano, y nos dábamos codazos mientras les explicábamos en qué consistía el juego, una mera disculpa para llegar a donde queríamos llegar.
          —Por ejemplo: una de vosotras pregunta a uno de nosotros ¿Quién soy yo? y el otro tiene que decirle que es un santo o santa cualquiera de los que hay en este sitio, luego hay que decir alguna cosa  por la que sea famoso ese santo. Quien no acierte tendrá que hacer algo que le pida el ganador.
          —Uf, qué lío, yo no me entero de cómo se juega  —aclaró Purita.
          —Es muy fácil, vamos a probar. Venga, Purita, pregúntame quién eres.
          —Vale ¿Quién soy?
          —Eres, eres, eres... ¡la virgen María!  —dije, mirando un cuadro, cubierto de polvo, en el que aparecía el nacimiento de Jesús en Belén—. Y ahora tienes que preguntarme alguna cosa sobre la Virgen María, si lo adivino he ganado yo, y si no lo adivino has ganado tú y podrás pedirme que haga lo que tú quieras.
           —Vale. Ummm ¿Cómo se llamaba la prima de la Virgen María que estaba embarazada?
          Vaya, con aquella pregunta no contaba yo. No supe responderle y perdí. Aquello le daba derecho a Purita a pedirme lo que quisiera, ¡y miren lo que se le ocurrió!
          —¡He ganado, he ganado! Quiero que le gastes una broma a don Celedonio. ¿Qué podríamos hacerle, Josefina?
          —Anda, anda, a ver si vamos a meternos en un lío con el párroco  —respondió su hermana. Y después de pensar entre todos cuál podría ser la broma, al Coloraíllo se le ocurrió la bomba.
          —Ya sé lo que puedes hacer. ¿Por qué no le cambiamos el nombre a los misterios del rosario, y le ponemos algo gracioso? Como don Celedonio tiene tan mal la vista y se los tenemos  que escribir nosotros con letra bien grande todos los días, seguro que no se da ni cuenta, además siempre lo dice todo de carrerilla. —Y dicho y hecho; tras mucho cavilar decidimos hacer algunos cambios en el rezo del rosario. Fui a buscar una cuartilla, en la que escribimos lo que habíamos acordado poner, bueno, la verdad es que las ocurrencias fueron del Coloraíllo, y la depositamos en el atril, desde donde don Celedonio rezaba el rosario cada día con las parroquianas. Y continuamos con el juego, sin dejar de empinar la garrafa de vino. 
          —¿Quién soy yo? —Le pregunté a Purita.
          —Eres, eres... San Pedro.
          —Hay una cosa muy importante que tiene San Pedro, ¿qué es?
          —¡La corona!
          —Frío, frío
          —¿La barba?
          —Tampoco. Mucho más importante que esas cosas. ¿Qué es?
          —Pues no lo sé  —admitió Purita.
          —Las llaves del Cielo. Has perdido y tienes que pagar.
          —¿Y qué tengo que hacer?
          —Pues, como soy San Pedro y tengo la llave, voy a abrirte el cielo de par en par.

          Y hasta aquí puedo contarles, porque ha llegado el momento de conocer cómo se desarrolló el juego del Coloraíllo y Josefina.

          —¿Quién soy yo? —Preguntó mi amigo.
          —Eres, eres, eres... ¡Santo Tomás!
          —Vale. ¿Y qué le pasaba a Santo Tomás?
          — No tengo ni idea. ¿Qué le pasaba?
          —Pues que no creía en las cosas hasta que no metía el dedo en la llaga. ¿Tú tienes alguna llaga?
          —Yo estoy muy sanita y no tengo de esas cosas.
          —Eso es lo que tú dices, pero como soy Santo Tomás yo no me lo creeré hasta que el dedo me lo aclare.

          Y entre risas, preguntas y respuestas, bien regadas con vino, se pasó el tiempo y llegó la hora del rosario. Purita, Josefina, el Coloraíllo y yo no quisimos perdernos el efecto de la broma. Don Celedonio comenzó con el rezo.

          —Primer misterio: El hijo de la Verónica se va a la mili —Y siguió adelante sin que se produjese nada extraño. Él rezaba y las beatas contestaban sin dar muestras de sorpresa—. Segundo misterio: Los apóstoles juegan al chiminichi con las Santas Mujeres y ganan —la palabreja le costó un poco pronunciarla pero completó la frase sin levantar la vista del papel. Tampoco en esta ocasión parecieron extrañarse el resto de rezadoras. Aquello nos dejó un tanto frustrados, aunque no podíamos disimular las risas, hasta que don Celedonio dio por terminadas las oraciones y el Coloraíllo y yo tuvimos que volver a la sacristía y revestirlo para la celebración de la misa. Entonces fue cuando empezó el problema. Don Celedonio no se había dado cuenta absolutamente de nada al leer los cambios que habíamos hecho en el enunciado de los misterios, pero al comprobar que no quedaba ni una gota de vino para rellenar la vinajera de la misa, rugió como un león sediento y nos desterró del paraíso de la sacristía para siempre jamás, dando por finalizada nuestra carrera eclesiástica.

          Tuvieron que pasar algunos años para que pudiera introducir mi llave de San Pedro en la cerradura del Cielo de Purita, que aquellos eran otros tiempos y las cerraduras no se abrían así como así. Al Coloraíllo le pasó exactamente igual con su dedo incrédulo de Santo Tomás, y hubo de tener mucha paciencia para poder cerciorarse del lugar exacto donde tenía la llaga Josefina. Hoy, después de tanto tiempo y con una ristra de hijos y nietos alegrándonos la vida, los cuatro seguimos manteniendo la amistad y, con frecuencia, recordamos aquella tarde de vino y risas, como hoy lo hemos hecho en el autocar de un viaje del IMSERSO, camino de Benidorm, y el relato ha tenido tanto éxito que el autobús entero se ha puesto a jugar al chiminichi y a empinar la bota que el Coloraíllo lleva siempre en los viajes.


  
LA NEGRA QUE ENCADENABA
ORGASMOS POR NO LLORAR


          El cuarteto de jazz enhebró la aguja de la noche con el hilo de su música y fue envolviendo el recinto en los compases de una melodía sensual. Cuando tuvo la certeza de que la atención del público estaba ya hilvanada en su actuación, las sombras alumbraron la presencia de la Negra. La semipenumbra hizo que la mujer pareciera desnuda mientras avanzaba, con solemnidad de diosa africana, hacia el micrófono. Solo cuando la luz mimó su anatomía, envolviéndola en tímidos destellos, se pudo comprobar que iba cubierta con el punto de seda de un mono color chocolate, pegado a ella como una segunda piel. Bajo la tela campeaban sus grandes y prietos senos. El rostro, sin ser bello, atraía las miradas, sobre todo cuando humedecía la carnosidad de sus labios. En aquel instante, la Negra ya sabía que el auditorio esperaba su voz como el drogadicto una dosis, y ella estaba dispuesta a complacerlo. Su tesitura abarcó desde la gravedad de un desgarro del corazón  hasta el tono travieso e inocente de una niña jugando en clave de sol. Cada una de las pasiones de la vida, los sentimientos, con todos los matices del amor, hallaron acomodo en sus cuerdas vocales, haciendo que sus interpretaciones fueran mucho más que una actuación. 
          Los dedos del contrabajista ejecutaron graves filigranas sobre las cuerdas del instrumento, y la Negra se sintió transportada a una noche en el puerto. Era el hotel de una ciudad sin nombre en su recuerdo, una más de las muchas que se rendían ante su torrente vocal. Volvió a sentirse, como entonces, convertida en el contrabajo por el que el músico deslizó sus manos, consiguiendo llevarla por las veredas del placer, aunque no era su rostro el que aparecía en su pensamiento ni era su tacto el que ella sentía. La voz asombró a los asistentes al salir desde las profundidades de su cuerpo, mucho más abajo del estómago, como un lamento de pantera herida.

          La guitarra tomó protagonismo con un punteo rápido que envolvió a la cantante en su electricidad. Ésta tuvo la certeza de que el guitarrista estaba tocando exclusivamente para ella, confirmándole que seguía recordando los más íntimos momentos de aquella noche gélida, compartida en un refugio de montaña. La guitarra y la voz de la Negra dialogaron con la misma pasión de entonces. El público entendió cada nota, cada palabra de aquel diálogo, y arrastrados por el dolor de aquellos dos seres, condenados a no poder ofrecerse más que el instinto animal del sexo, atronó con un aplauso que fue preludio de un solo de batería.

          La Negra balanceó su cuerpo con los ojos clavados en el percusionista. Éste se volvió loco al tenerla frente a frente y los palillos llenaron el local de redobles, golpes de bombo y tintineo de platos, que ella sintió en sus profundidades como aquella otra noche de fin de año, cuando, después de muchas lágrimas, confidencias y copas, compartieron un camastro de pensión. Luego las escobillas acariciaron cada uno de los componentes de la batería, como esa marea mansa que inundó las nalgas de la pareja aquella vez en Barcelona. Tampoco entonces tuvo la Negra al hombre deseado sobre ella, aunque la hiciera gozar hasta el alarido, como aquel que salió de su garganta al incorporarse nuevamente a la melodía.

          Se resistía a mirar al clarinetista, sabedora de que la arrojaría por el desfiladero de su amor imposible, hasta que no pudo ignorarlo un segundo más y se sintió arrastrada por el virtuosismo del intérprete. Aquel era el hombre al que amaba desde hacía años, el único que no podía corresponderle. Era su rostro el que ella veía en las facciones de los demás hombres, su boca la que la llenaba de besos, sus manos las que la recorrían, su sexo el que la abrasaba; aquel hombre lo era todo para ella, sin embargo siempre fue anguila escurridiza entre sus dedos, fruta prohibida. Él se mostró transparente desde el principio, jamás se embozó tras la capa del engaño y, de forma elegante, la hizo sabedora de la inmensidad que los separaba. Fueron muchas las veces que, por gratitud,  intentó darle aquello que la Negra tanto deseaba, pero su corazón estaba ya prendido al que latía en otro pecho, y fue imposible. Al verla nuevamente entregada en cuerpo y alma a las escalas, veloces como gacelas, que producía su instrumento, le dedicó una interpretación memorable, por agradarla, por verla feliz durante unos minutos. La Negra lo sintió sobre su piel, poseyéndola de la única forma que él podía hacerlo, rodando sobre ella en forma de melodía, sabiendo que el hombre quería quererla aunque no pudiese. Cuando lo vio evolucionar por el escenario, bailando para ella al ritmo de un calipso, enloqueció y, totalmente húmeda, envenenada de pies a cabeza por la bicha del deseo, se unió a la danza y fueron solo uno. Lo que allí sucedió fue pura magia, un encantamiento que se desvaneció cuando, tras quedar en penumbra el escenario, vio cómo el clarinetista, como todas las noches, se alejaba por el callejón enlazando la cintura del técnico de sonido.        




COMPLEJOS PROVINCIANOS


          El día en que Agustín Risueño llegó a Charcolasvacas para tomar posesión de su plaza como secretario del Ayuntamiento, lo primero que encontraron sus ojos, a la entrada del pueblo, fue un pilón de piedra hasta el que llegaba cada noventa segundos una paupérrima gota de agua procedente de un caño comido por la herrumbre. El agua, estancada en el fondo, estaba infestada de sanguijuelas; así había sido desde tiempo inmemorial.

          Don Agustín, como dieron en llamarlo, no tardó en hacer honor a su apellido y se ganó la simpatía de los vecinos de Charcolasvacas, lo que sembró de suspicacias la mente insegura del señor alcalde, sin que el secretario tuviese la más remota idea de que había despertado aquellos resquemores.

          Don Agustín fue invitado de inmediato a unirse a los socios del casino, donde no podía faltar quien fuese alguien en aquella comunidad. En sus instalaciones, entre partidas de ajedrez y dominó, se escribía la historia cotidiana. Hasta entonces, quitando algún baile ocasional durante las fiestas , no se habían conocido otras actividades. El joven, siempre lleno de vitalidad, empezó a sentirse prisionero del tedio, por lo que dejaba con frecuencia sobre el tablero de juego un sinfín de propuestas para  darle sentido a aquel magnífico edificio: que si organizar un club de fútbol juvenil, que si poner en marcha una tertulia literaria, un taller de pintura, un grupo de teatro, otro de bailes de salón, un cibercafé…

          Las madres con hijas en edad de merecer pusieron en él sus ojos, y comenzaron a lloverle las invitaciones a las mejores y peores casas del pueblo. Cualquier disculpa era buena: el cumpleaños de la nena, las bodas de oro de los abuelos, el bautizo de un primogénito, la visita del párroco para bendecir la entronización del Corazón de Jesús en el salón recién pintado...

          El señor alcalde, en la soledad de su despacho consistorial, se mordía los puños ante el imparable ascenso local de su subordinado. Desde el primer momento echó abajo todas y cada una de las propuestas de Agustín Risueño, con ese doble poder que atesoraba: la alcaldía y la presidencia del casino. Hábilmente fue dejando caer, acá y allá, maledicencias sobre el forastero, al que tachaba de pretencioso y de querer hacer cosas para las que había otras personas en el pueblo mucho mejor preparadas que él, aunque jamás hubiesen dado un paso al frente para ponerlas en marcha; y las opiniones, desgraciadamente, empezaron a dividirse. Divide y vencerás, se decía a sí mismo, haciendo suya la manida frase.

          El secretario estaba algo extrañado de que no se acometiera ninguna de las ideas que había propuesto, a pesar de que eran inmejorables las palabras y muchas las felicitaciones que le llegaban por su buena disposición hacia el pueblo.

          Un mal día, tras muchos otros de cavilaciones y recopilar información, le presentó al alcalde un proyecto de regadío, estudiado de forma concienzuda y pormenorizada, con el que aquel secarral que era la tierra del municipio se convertiría en un vergel. No sabía el secretario que con la propuesta ofrecida había hecho convulsionar toda la sangre que corría por las venas del alcalde, quien ya no tuvo dudas de que el advenedizo le arrebataría la alcaldía, aunque el pobre hombre nunca hubiese pensado en tal cosa. “¿Pero quién se ha creído éste que es?”, mascullaba, una y otra vez, ante quien quisiera oírlo.

          El secretario, acusado de un sin fin de falsedades, fue suspendido de su empleo y no tuvo más remedio que abandonar el pueblo, sin poder entender qué era lo que había hecho mal. Lo último que vio antes de alejarse fue, primero, la Cruz de los Caídos, bien asentada sobre los cimientos del inmovilismo, y estuvo seguro de que era una representación de su propia caída, ya escrita antes de su llegada,  después, el pilón, con su gota perezosa, y se sintió aliviado al comprobar que todo aquello quedaba atrás.

          Dos lustros más tarde, el nuevo pueblo que lo acogió tras su marcha, más seco aún que Charcolasvacas, ya que ni siquiera tenía un pilón de aguas infestadas por las sanguijuelas, había puesto en marcha sus ideas progresistas y se había convertido en una  próspera población, donde los alcaldes se  renovaron según las urnas les fueron concediendo el bastón de mando.

          Charcolasvacas, cómodamente envuelto en el chal de sus complejos provincianos, siguió gobernado, per saecula saeculorum, por el mismo hombre de siempre. En el pilón no falto nunca una gota de agua cada noventa segundos. 

          Agustín Risueño jamás tuvo la tentación de presentarse a unas elecciones; su vocación no era la de político.   






martes, 25 de diciembre de 2012

JULIA GALLO SANZ SE ADENTRA EN EL POEMARIO "EL DESTINO NOS ATA Y NOS DESATA" – DE JUAN CALDERÓN MATADOR


Foto Internet

JULIA GALLO SANZ SE ADENTRA EN EL POEMARIO "EL DESTINO NOS ATA Y NOS DESATA" – DE JUAN CALDERÓN MATADOR

Mucho se ha dicho sobre EL DESTINO NOS ATA Y NOS DESATA, última obra de Juan Calderón Matador, y todo excelente, como corresponde. El prólogo escrito por Blas Muñoz Pizarro, es un magnífico catalizador de las pulsaciones de este poemario, y en él ya está todo escrutado; así que lo que yo voy a decir, tal cual me pide el corazón, es que Juan calderón es un gran amigo y un leal compañero de fatigas literarias, imaginativo, divertido, creativo, ocurrente…, lo mismo que Javier Bueno, a quien tanto Juan como yo debemos la difusión de informaciones digitales.
Juan Calderón es un refulgente poliedro, cuyas irisaciones nos llegan desde las facetas de sus caras: poeta, pintor, actor, letrista de canciones y compositor de sus músicas, escritor de teatro, relator…  Como autor de poesía Juan, sin ninguna duda, ejerce de poeta del sentimiento y de la experiencia, y lo hace con  sinceridad plausible, como podemos comprobar a lo largo de su amplia producción.
En EL DESTINO NOS ATA Y NOS DESATA, la amalgama entre lo íntimo y lo cósmico, entre lo real y lo soñado, está tan bien compactada, que la versificadora dimensión emocional encrespa la piel. Esta desnuda desazón pasional volcada en cada verso, es una confesión macerada en el tiempo y escrita en el tiempo; de este manifiesto metafórico y simbolista se vale Juan C. M. para contarnos que las ligaduras del destino unas veces nos prenden y otras nos desprenden como a capricho, porque el amor, sentimiento por excelencia en este libro, aunque nos pese, es semejante a una sublime y carcelaria argolla susceptible de rotura por donde desasir su presa.
El yo poético, revelado o sobreentendido, clama con lirismo persuasor ante quien lee, y el lector queda atrapado en su polifonía, hondura, sondeo íntimo, cromatismo, imágenes, oficio… ¿Existe algo mejor que dejarse atrapar por la belleza del sentimiento?, pues esto hace EL DESTINO NOS ATA Y NOS DESATA de Juan calderón Matador: cala, sacude y turba. Muchos son los versos que quedan cristalizados en la memoria como una corona de espinas, y digo yo: ¿acaso hemos olvidado que fuimos colocados en un valle de lágrimas con la esperanza –ya suministrada en vena- de hallar el verdadero amor y la dicha?
Querido Juan, una vez más, enhorabuena por esta nueva entrega poética, hermosa y valiente.




jueves, 14 de abril de 2011

RECITAL DE POESÍA A CARGO DE JULIA GALLO SANZ Y JUAN CALDERÓN MATADOR, CONMEMORATIVO DE LA "SEMANA DEL LIBRO". MIÉRCOLES 20 DE ABRIL DE 2011 EN LA CASA DE GUADALAJARA DE MADRID, 19H.


Julia Gallo Sanz
Si vivir se compone de guijarros y flores,
-sembradío de ruta-, solo necesitamos
unas buenas sandalias, un brazo peregrino
ajustándose al muestro, y la ilusión prendida
en el ojal del cinto. 

Juan Calderón Matador
Los dedos del anciano
jugaron con las gasas,
para hacerle volar,
como si fuese un juego,
su túnica-paloma,
y aquella carne-niña
permitió el galanteo 
con la risa vertida
por toda su estatura.
Para entonces ya era
rendido prisionero
del cuerpo no estrenado.

(Del poemario "Los vientos y la guerra" Ed. Cardeñoso Vigo / enero 2011)

jueves, 3 de febrero de 2011

DESEO CONGÉNITO (UN RELATO DE JULIA GALLO SANZ DE PERMANENTE Y TRISTE ACTUALIDAD)


DESEO CONGÉNITO

Deseo ayudarte, mamá.
Es lo que más deseo en este mundo, poder consolarte, acompañarte, quererte, defenderte. Quizá ese sea el principal afán de mi vida, ¿quién sabe? Y no es mal cometido, desde luego. Mis hermanos ya son personas adultas a punto de iniciar sus propias vidas,  pronto emprenderán su privativo vuelo, en cambio yo…, yo soy “el fallo”, el hijo tardío que le vendrá bien a tu edad, porque yo quiero que así sea.
Quiero ayudarte, mamá. Estar contigo y suavizar el mal trago que pasaste cuando supiste que existía. Sé que no era ni buen momento, ni querido. Pero a estas alturas soy feliz, mamá, en serio. Me siento dichoso de vivir, latir… ¡Y tú me quieres tanto! ¡Eres tan sensible, tan guapa! ¡Tienes el corazón tan generoso que me enorgullece ser tu hijo!
¡Qué bien estamos los dos solos, mamá! 
Disfrutemos de estas horas de quietud, hasta que todos vuelvan. ¡Cuánta paz! ¡Qué necesitados estábamos de paz! La música suena como un bálsamo y tu voz es como un salmo de bonanza. Me gusta que estés despreocupada y  relajada, como ahora, disfrutando de este hermoso momento, ¡descansas tan pocas veces! Por favor, mamá, levántate un momentito,  remolona y blanda, sin prisa y sin miedo, y cambia el disco. Pon esa música que tanto te agrada, esas trece miniaturas de “Escenas de niños, Op. 15”, de Robert Schumann, que nos gusta a los dos, sobre todo “Ensueño”, el más celebrado fragmento... Gracias, mamá... Si la vida fuese  siempre así… 
Te quiero con tal fervor que me retuerzo de pena cuando sufres; me achico, me ahogo y el corazón parece que me va a estallar de angustia.
Te han estropeado la vida, mamá. Lo sé. Es terrible reconocer que el demoledor, el que te ha reducido a escombros haya sido mi propio padre. ¡Pobre mamá! Cuando el amor ocupa por entero, la sangre se hace dependiente y el juicio no enjuicia lo enjuiciable, uno se vuelve ciego, como dice la vida. Yo te entiendo, mamá. Te entiendo como si formara parte de tu propio pensamiento, de tu propia voluntad o de tu alma, igual que soy parte de tu propia carne. Entiendo que el amor lo desdibuja todo para trazar encima sus particulares luminarias. ¡Pobre mamá!
Llegados al conflicto, también entiendo a mis hermanos. Ellos son jóvenes, empiezan a vivir y tienen miedo. Temen que se les desmorone la peana de su vida. Es lógico, se angustian y eso les resta brío, les crea inseguridad. La seguridad a su edad es tan imprescindible como respirar, comer o dormir. Necesitan no sentir temor para adentrarse de lleno en la aventura de su propia existencia. Ellos te quieren pero, involuntariamente, te apartan un poco porque los incomodas. Ellos imaginan que viviríamos más en paz al precio de tú aguantar y callar. Es imposible callar lo que duele, silenciar el daño, omitir la traición, lo sé, mamá. Ellos no pueden ponerse en tu piel como yo. Ellos no quieren problemas con ninguno de los dos, padre o madre. Nos has enseñado que la figura de los padres es sagrada. Ellos quieren seguir formando parte de una familia unida, respetable.
Me gustaría ayudarte mamá. Paliar la aplastante soledad que te hunde, esa inseguridad que te ha sembrado papa en la conciencia. Me gustaría colmarte del afecto que te falta, llenarte de la confianza que te ha abandonado. No sé si podré ampararte como pretendo. Lo que tengo claro es que me quedaré contigo. Está pensado, calculado, mamá. Por tu edad y mi tiempo vivirás acompañada, y cuando tu…, en fin, ya me entiendes, cuando me dejes, habré terminado la universidad y haré mi vida con la satisfacción de haber contribuido a mejorar un poco la tuya. “El fallo” terminará siendo tu acierto, lo has de ver. Te cuidaré, mamá.
Y no fue ningún fallo, ¡caramba! Cediste como siempre: con rencor pero, desde luego, con amor. Tú, no puedes plantar cara al hombretón que es mi padre. Tú, tan frágil… Sé que le quieres, y que abrigas la ilusión de que un día cambie… ¿Cómo vas a consentir que tu marido se vaya con otras? ¡Eso nunca! Y cedes, mamá. Es triste la palabra ceder, en lugar de la palabra amar, pero la tristeza quita el deseo de la carne. Cediste por costumbre, por ese “deber” absurdo que te han inculcado… ¡Y aquí estoy yo! “el fallo”. Bendita seas, mamá.
¿Qué puedo hacer para ayudarte? Te casaste tan joven, tan enamorada… ¿Quién te iba a decir que tu compañero de trayecto sería el artífice de tus depresiones, de tus soledades, de tus angustias, de tus miedos e inseguridades, de tu irreversible tristeza… ¡Qué fraude mamá!, de cara a todos somos una bonita familia porque tú eres una gran encubridora. Sólo nosotros conocemos tus brotes de aflicción, de rabia, de impotencia…Él, mamá, es un hombre calculador, subterráneo, estratega, frío…, eso sí, aparentemente equilibrado, pacífico, seguro de sí mismo y con una magnífica labia para hacer amigos. Hay que reconocer, mamá, que mi padre es un magnífico ejemplar masculino, convincente y con una respetable pose de coherencia en el trato con los demás, aunque hacia ti sólo esgrima despotismo y poderío. Eso se desconoce del perfil humano de mi padre, asúmelo, mamá, él da el camelo; entiéndelo igual que yo entiendo que te merecías un compañero, un amigo..., no un fraude. 
Te sientes timada en lo más hondo. Te quejas y te quejas, pero él actúa por encima de ti. Te devuelve cada reproche, sin argumento, haciéndote culpable de lo que tú le censuras; repite una y otra y otra vez lo que a ti te lastima, lo que te saca de quicio… Desconozco el calibre de los nubarrones que los maltratadotes albergan en la tormenta de sus mentes. Papá es un artista del camuflaje que no quiere enterarse de tu aflicción, por más que le dices dónde te sangra. 
Te vas pudriendo, mamá, porque él no te atiende, ni te responde, ni te considera. Soterradamente se hace la víctima con mis hermanos argumentando su “lógico punto de vista”, su versión de las cosas -para su propio beneficio-. La gente no cambia, mamá ¿no te das cuenta? Por mucho que demandes un poco de respeto, un poco de ternura, un poco de complicidad, con el argumento de que eres su mujer, la madre de sus hijos, no lograrás nada. Él no quiere atender ¿es que no lo ves? Él siempre mudo, ciego, vengativo.
Yo quiero a mi padre, mamá, igual que mis hermanos. No como te queremos a ti, que te has desvivido por nosotros. Sentimos por él un complejo sentimiento de amor-odio, sólo que, a diferencia de ellos, yo te percibo mejor ahora mismo. Ellos sufren porque te ven sufrir, son egoístas, su tiempo es una carrera de pruebas vitales y no se detienen en los obstáculos de tus tristezas. Hacen como que no ven. Involucrarse enteramente supondría tomar partido y papá te daña cuando ellos no pueden ser testigos. Comprende a mis hermanos… Sí, ya sé que lo haces. Ya sabemos cuan grande es tu amor. Sólo deseaba repetirte que ellos también te aman. 
Deseo ayudarte, mamá. Llenarte del cariño que te falta. Cariño y apoyo es lo único que pides. Y él te responde con su espalda, así de literal y cierto… ¡Qué bien controla papá sus emociones, su silencio, sus calculadas maquinaciones… Y te vas pudriendo, mamá... 
Y no te callas. Tal vez si te callaras y aguantaras... ¿Pero cómo se puede amalgamar la pena con saliva, hacer un bolo y tragar de golpe? No puedes aguantar los malos tratos y te ahogas… No enmudeces ante sus ataques y él toma nota para luego actuar como sabe hacerlo, relegándote, menguándote, omitiéndote. No te das por vencida y sigues con tus reproches, esperando algún cambio. La gente no cambia. Tampoco cambias tu, mamá. Por más que el sexto sentido te sugiere prudencia, por más que todos te aconsejamos que pases, que aguantes… Pretendes modificar lo que ya, de tan arraigado, es inamovible. Y él obra en silencio, calculando cómo ahondar la herida, cómo bordar el daño...
En todas las familias existe lo que parece y lo que realmente es. La nuestra no iba a ser una excepción. En la vida de papá te quedaste sin sitio. Entiendo que tengas miedo. Los malos tratos, del tipo que sean, son producto de taras, complejos, envidia, prepotencia… Tú llevas camino de enloquecer, mamá, y nadie te asegura que la tortura psicológica no derive, cualquier día, en acoso físico. Todos tenemos miedo… Oigo que llega papá.

¡Dios mío, mamá…! ¡Mamá, por favor, no me sueltes…! ¡No me dejes, mamá…!
Deseaba ayudarte, mamá, ya quedaba poco. ¿Te duele mucho? El empujón contra la pared ha sido brutal, el muro estaba demasiado cerca. Cuando te has caído agarrándote el voluminoso vientre  tu alarido ha sonado a réquiem…
Deseaba hacerte un poco feliz… Papá nos ha estropeado la música, ha roto la melodía de mi vida. Quería ser tu consuelo, mamá. Ya no es posible…, muero…

Julia Gallo Sanz

(Cuento finalista publicado en la antología “Relatos breves” Día de la Mujer- Navalmoral de la Mata 2008)
TELÉFONO DE MALOS TRATOS


lunes, 12 de octubre de 2009

GANADORES PREMIOS TAF 2009


Poema de Julia Gallo Sanz ganador del I Certamen TAF de poesía
"Poeta Juan Calderón Matador"


  NARANJAS AMARGAS
Tengo su cadáver a mis pies. Lo miro fijamente para que desaparezca pero sigue ahí, con su balazo entre ceja y ceja. Aún conserva su calor de muerto reciente y un olor a pólvora intenso y nasal que me hará estornudar tarde o temprano. Quiero dejar de verlo. Quiero que se muera más. Lo deseo con todas mis fuerzas. No puedo soportar el juicio de sus ojos, no me gustan con su mirada dulce, almibarada y ahora pétrea. No quiero escuchar otra vez la risa de campanillas bailarinas que celebran la vida en su garganta. Me molesta su alegría moribunda, así que me vuelvo sobre los talones para no verlo y de espaldas recuerdo que antes del tiro de gracia, antes de la sorpresa y el miedo era un niño perfecto sin más. Todo en mi hermano era delicado, níveo, ideal. Sus manos eran huesudas y ágiles de nacimiento. Su porte elegante. Sus pasos se recreaban en flotar etéreos a un palmo del suelo. Mi madre decía que había traído a este planeta un ser de otro mundo y lo vestía a diario con ropas de domingo y para las fiestas de guardar le ofrecía de estreno un traje nuevo. Yo me conformaba con ropas de algodón que planchaba el servicio, y con descuido, aparecía entre mi familia como un bulto agregado a un cuadro armónico y noble que podría haber prescindido enteramente de mi. Por agradar, procuraba acomodarme a los gustos familiares por los retratos de los antepasados, me afanaba con el cuidado de los caballos, con el arte de la poda de los árboles, el cálculo del riego y el estudio de las cosechas y la siembra. Yo quería que me gustasen el ahogo de la tradición, los valores morales y el peso de la culpa. Yo necesitaba que me vieran más allá de luz cegadora y vital de mi hermano y ahora no puedo dejar de verlo a mis pies, tieso como la raspa de un pescado, como una espada.
Dentro de poco el muerto empezará a enfriarse y su piel marmórea se hará transparente, violeta. No volverá a cantar con su voz de castrado, no cazará mariposas con la mosquitera y mi padre no le dirá más veces que heredará la gloria, la casa, la honra. Ya no escuchará en la radio programas de canciones dedicadas ni mi abuela podrá decirle “dame un beso, vida mía”. Vieja como es, se mustiará de pena sin su ángel. Se irá antes de lo previsto al otro barrio. Mejor, para que esperar a que el Señor la acoja en su seno.
Cae la tarde. Lo miro de reojo. Oscurece con la rapidez de octubre; lloverá pronto un agua pesada de estrellas de plomo, de agujas. Lloverá un diluvio hasta enfangar la tierra, pesadamente. En un rato nos llamarán para la cena; entonces, el hilo de sangre dejará de gotear de sus labios y no habrá mas simpatía, ni recital de versos en Navidades, ni arrullos, ni abrazos, ni cuadernos de letra refinada e inglesa que tanto festejaba mi padre. Nadie le pelará mas naranjas de postre ni lo bañara en agua de jazmines para que huela a primavera. Nadie le dará mas gusto que el de echarle encima una losa de tierra y rezarle un Ave María el Día de los Difuntos.
Me da miedo tocarlo. No sé en cuanto tiempo un muerto familiar se convierte simplemente en un fiambre. No sé casi nada de la muerte que no sea este gusto violento y feroz por pegarle dos tiros, por escuchar cada disparo como un trueno, una estampida de bestias encerradas que salen campo a través con rumbo incierto. Sigo aquí, con mi olor a cuadra y a presa distraída. Le doy un puntapié y siento que se agita como si aún le quedase un penúltimo aliento. No es muy grande. Si no lo buscasen quizá no lo verían hasta pasar un mes o dos. Detrás de esos matorrales no es demasiado visible pero yo sé que está aquí como mi nudo en la boca del estómago, como un manojo de hebras verdes, de hojas de enredadera que se agarró a las paredes de mi tripa la tarde en que mi padre dijo: “Es un varón. Un heredero”. Me sube hiel hasta los dientes y chirrían. Tengo frío. Quiero que nos busquen para cenar. Que lo encuentren, que lo vean. Quiero que me pregunten y no decir nada. Despacio empiezo a ensayar las lágrimas y mi dolor de mentira. Dejo sobre las hojas secas la escopeta. Quiero mi herencia, mis vestidos nuevos y su caligrafía de letra inglesa. Quiero comerme los gajos de sus naranjas amargas y que me den a mi los besos que le daban. Quiero que empiece a oler mal y que no haya baño de jazmín que lo remedie.
Un golpe de viento eriza la hojarasca a su alrededor. Me agacho para comprobar que no respira. Me bajo las bragas, meo y huele muy fuerte, a meada de espárragos. Un líquido amarillo se escurre por la hierba como un riachuelo y le moja la mano derecha. La toco y está helada. Es la hora de la cena y han empezado a llamarnos. Nos buscan con luces de candil mientras a lo lejos gritan nuestros nombres. El tazón de leche con sus magdalenas estará dispuesto en la mesa. El muerto no dice nada. Yo me tumbo a su lado, me acurruco junto a él sin piedad y espero a ver la desesperación de mi madre. Quiero que nos encuentren pronto. Tengo hambre y el otoño viene frío.

Lola B. Gallardo

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