BIEN COMÚN
Como
cualquier verano de mi juventud, en 1978 acudía a mi puesto de trabajo, y a
pesar del sol y los números puestos de helados, no era un sacrificio para mí.
Cada día a las cuatro de la tarde comenzaba a hacer girar los carretes sin
saber las dimensiones de ello, sin percatarme de lo que realmente significaba
para los ocupantes de los más de cien asientos. Los había calvos y con gabardina,
divertidos niños con gominolas, principiantes enamorados atados de la mano,
familias completas en filas completas… A la hora de la salida todavía mayor
diversidad: llantos, risas, debates, ojos cristalinos y mejillas ruborizadas…
En
aquellos años comprendí que invertía en cine tanto el empresario como el
tendero, que siempre era buena ocasión
para distraerse de los males de la humanidad. Tal vez por esto o simplemente
por enterarse de los cotilleos más recientes del pueblo, las salas estaban siempre
repletas.
Pasaron
los años y como espectador no encontré semejante fenómeno: el cine es cada vez
más privilegio de pocos, a pesar de ser refugio de muchos. Afortunadamente, la
película de mi historia me permite rebobinar y dar fe de que “el cine puede
mover el mundo”.
Eva Mir Piqueras
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