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Aquel mendigo anciano pasaba el día tirado en la calle, gastando en vino la poca limosna que le daban. Pero cuando en el viejo cine reponían aquella película, no bebía una gota. Guardaba todas las monedas que le tiraban hasta que tenía bastante para una entrada.
Se sentaba en medio de la sala y guardaba silencio.
El resto del público se colocaba a una prudente distancia. Al final de la película, cuando el protagonista besaba a la chica, el mendigo se emocionaba y lloraba, y las imágenes en blanco y negro se reflejaban en sus lágrimas. La mayoría de los asistentes se daban entonces codazos señalándolo y se reían de él. “Míralo, sucio pero romántico”, decían. “Un sentimental, el abuelete”.
Él no los oía. Su atención estaba fija en la pantalla, al fondo del plano, donde una joven cruzaba la calle intentando no mirar a cámara. Esos siete segundos del pasado, inalterables en el tiempo, eran lo único que le quedaba. Antes de que ella muriera, de la pobreza compartida, antes del desahucio, de la mala suerte. La única imagen que quedaba de su esposa, que una vez, sin éxito, intentó ser actriz.