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Decepción en
la obscuridad
Todas las semanas aquella sala cambiaba su programa. Siempre en doble
sesión y por cinco duros nos proyectaban películas de las sempiternas derrotas
indias, la ineficacia alemana en la guerra o Tony Leblanc engañando a un
engañador.
Ella acudía cada lunes y yo la esperaba para sentarme justo detrás. Una
semana, por fin, me atreví a sentarme a su lado. Con la complejidad de la obscuridad
empecé a mirarla. Era muy bella, su cabello rubio casi le cubría el rostro. Sus
ojos, fijos en la pantalla, parecían no percibir mi presencia.
Después de mirarla y admirarla, puse mi mano al lado de la suya, lejos de
apartarla, la acercó a la mía.
Me envalentoné, y agarré su fuerte mano, sin percibir desde ella ningún
rechazo. Continué con mi intrepidez y recorrí todo su brazo, sin dejar de
mirarla. Ella no hacía ni decía nada. Bajé, primero la vista y luego mi mano
hasta su rodilla. No lo podía creer, pensé que ¡por fin iba a tener algo que
contar sin tener que fantasear!. Seguí hacia arriba por el camino de los
muslos, cubiertos con finas medias, sin sospechar que me deslizaba hacia una
enorme decepción.
Agustín Fernández Escudero
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