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DÍA
DEL ESPECTADOR
Dos filas por delante, los muy notas se habían puesto a discutir sin
preocuparse ni de donde estaban, ni de si molestaban (que lo hacían) a los
demás. Era una pareja de adolescentes, quizás un poco mayores, pero lo
suficientemente idiotas para recriminarse mutuamente dentro de la sala, a grito
pelado, frases tan ridículas como “¡Peliculero, que eres un peliculero!” o
“¡Para ya de montarme la escena!”. Algún guasón, viendo el cariz del dialogo y
la ironía fina que se respiraba, soltó una chufla: “¡Corten! ¡Toma buena!”.
Pero la gente, que se estaba hartando, solo esbozó una media sonrisa enojada.
Ellos, a lo suyo, obviaron el comentario y las increpaciones con que otros les
exigían poder seguir viendo la película. Cuando se reconciliaron fue peor el
remedio que la enfermedad. Sus besos, suspiros y transposiciones metían más
escándalo que sus chillidos anteriores. Entonces se juró que no volvería a ir
al cine el día del espectador ¡Así no había manera! ¡Coño!
José María Pindado Pérez
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