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HERENCIA
Juan Antonio Navarro Cádiz
Cuatro de la mañana. Podría ser lunes o jueves o
cualquier otro día. Mi despertador es inclemente. Del bar al sofá, del sofá a
la cama y vuelta a empezar. Pero no de cero. Siento a la rutina conquistar mi
barba con su hipócrita bandera blanca. Los calcetines pesan como vidas
malgastadas y la insulina duele cada día un poco más. Subir la cancela, apagar
la alarma y colocar las sillas. El primer mamado espera en la puerta y balbucea
algo que no debería entender pero que tristemente entiendo tras cuarenta años y
cinco millones de cafés. Mi hijo es periodista, o lo intenta. Hace dos años que
acabó la carrera y sigue sin trabajo. Yo soy decodificador del lenguaje del
borracho y cobertor del discurso perenne del pesado. Es demasiado tiempo y
empiezo a estar quemado. Un truco: llevar la mente a los lugares que él visitó
por mí. Lo de siempre, Antonio. O un cortadito, jefe. La tregua es rácana pero
no me quejo. La autocompasión del hombre bueno es su guadaña. Doscientos cafés
más y le pago el alquiler de abril. En Madrid ha vuelto el sol. Lo escuché en
la radio. No necesito más.
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