Todavía no sé por qué me presenté al casting, ya que
no había empuñado una espada desde los nueve años. Sobre el escenario me
esperaba una figura vestida con traje de esgrimista, el rostro oculto tras la
rejilla de su careta. También yo me encontré súbitamente así ataviado, blandiendo
un romo sable hacia mi anónimo contrincante. Era alto y lucía un elegante
cabello entrecano. Algo en su voz me recordó a los dobladores de la Metro
Goldwyn Mayer, una inflexión en glorioso Technicolor que igual podría haber
pertenecido a Robert Taylor que a Stewart Granger, corroborada por los ágiles
movimientos de aquel espadachín sin rostro. Mientras nuestros aceros
contendían, se presentó un segundo adversario cuya exuberante sonrisa proyectaba
imágenes en claroscuro de Errol Flynn. Instantes después, ambos rivales se
quitaron la máscara y pasaron a entablar un duelo privado. Ahora no cabía duda
de quiénes eran, Scaramouche y el Capitán Blood, emparejados para siempre en
una secuencia de celuloide infinito. Antes de abandonar la sala, vislumbré a
los dos espadachines haciendo reverencias a un niño semejante a mí que, tras descubrirlos
ilusionado en aquella sesión matinal, se fundía con ellos en la niebla de
atrezzo.
Ricardo Gómez Tovar
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