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Aquel día comió fuera
de casa, con su pareja. Después, solo (habían discutido; lo habitual), se sentó
en una terraza y tomó café y un par de chupitos de orujo a las finas hierbas. A
media tarde, abandonó el velador y se puso en marcha no recordaba hacia qué lugar
ni con qué propósito, porque en ese momento, se le nublaron los sentidos. Cuando
recobró el conocimiento, se encontraba en un túnel, negro como cierta peste, cuya
embocadura de salida, rectangular, irradiaba una intensa y hermosa luz blanca contra
la que se recortaban diversas figuras humanas en escenas sucesivas, con diferentes
retazos de paisaje o interiores de distintos edificios como fondo, y se oía hablar
y había música. Algunas figuras le recordaron a actores muy famosos, ya difuntos.
De repente, tuvo la impresión de
que algo se le venía encima. Falsa alarma: resultó ser la palabra FIN en un
zoom progresivo y vertiginoso. Justo en ese instante, para su asombro, aquel
recinto se inundó de claridad. El túnel se había convertido en un cine, donde muchos
espectadores (reconoció, entre ellos, a los sosias genéricamente referenciados),
pugnaban por salir, inútilmente. Él, en cambio, lo consiguió sin dificultad
alguna… atravesando la pared.
José María Izarra Cantero
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