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DOS ENTRADAS, POR
FAVOR
“Papá ha muerto”.
La voz parecía venir de muy lejos, aunque
el auricular del teléfono no podía estar más cerca de mi oído, ni la voz de mi
hermano resultar más clara.
“Papá ha muerto”, repitió, quizás
esperando una reacción más visceral que el silencio. Pero yo no podía asimilar
esas simples palabras en tan poco tiempo.
“Vale”, respondí. Y colgué.
De niño, mi padre me llevaba al cine.
Era lo único que hacíamos juntos: ver una película en la sesión matinal de los
domingos. Mi padre no sabía serlo, sólo lo intentaba lo mejor que podía. Y
nunca fue suficiente.
Ignoraba de qué otra forma podía
compartir su tiempo conmigo. Su recuerdo en la cola de la taquilla me llegó
nítidamente: serio, sombrío, hastiado… Las únicas palabras que podía oírle en
toda la semana eran “Dos entradas, por favor”. La muerte de mi madre le dejó
callado. Dos años después, desapareció tras una sesión matinal.
Yo continué yendo al cine cada semana, ¿por
desesperación, por necesidad?, tanto daba: buscando una respuesta.
Y no volví a saber nada de él hasta la
llamada de mi hermano.
Ya no tenía por qué volver al cine. Mi
padre estaba muerto. Habeas corpus.
Marina Minguela Ruiz
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