EL OLOR DE LAS NARANJAS
El director de cine, ciego desde que un compañero de universidad le atizó un naranjazo de impresión, se dirigió a la escena empuñando su bastón con arrogancia bajo una fría luz de marzo. Por un instante pareció que disfrutaba oculto en su silencio. De repente, alzó un poco el rostro con la haraganería de su vista muerta, como para aspirar el olor de los naranjos que flanqueaban el jardín donde había de rodar; entonces, oyó una voz ajena al rodaje y, acto seguido, se dirigió al árbol más próximo, tanteó la fruta del árbol con deleite y la arrancó ante la estupefacción de los actores. Pero él, en vez de reparar en la extrañeza provocada, exhaló un grito agudo al tiempo que golpeaba el rostro del joven que se hallaba detrás, a quien una vez derribado dijo ya sin violencia alguna: ¡Buen día, Eusebio, anda que no tenía ganas de devolvértela!.
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