Poema de Julia Gallo Sanz ganador del I Certamen TAF de poesía
"Poeta Juan Calderón Matador"
NARANJAS AMARGAS
Tengo su cadáver a mis pies. Lo miro fijamente para que desaparezca pero sigue ahí, con su balazo entre ceja y ceja. Aún conserva su calor de muerto reciente y un olor a pólvora intenso y nasal que me hará estornudar tarde o temprano. Quiero dejar de verlo. Quiero que se muera más. Lo deseo con todas mis fuerzas. No puedo soportar el juicio de sus ojos, no me gustan con su mirada dulce, almibarada y ahora pétrea. No quiero escuchar otra vez la risa de campanillas bailarinas que celebran la vida en su garganta. Me molesta su alegría moribunda, así que me vuelvo sobre los talones para no verlo y de espaldas recuerdo que antes del tiro de gracia, antes de la sorpresa y el miedo era un niño perfecto sin más. Todo en mi hermano era delicado, níveo, ideal. Sus manos eran huesudas y ágiles de nacimiento. Su porte elegante. Sus pasos se recreaban en flotar etéreos a un palmo del suelo. Mi madre decía que había traído a este planeta un ser de otro mundo y lo vestía a diario con ropas de domingo y para las fiestas de guardar le ofrecía de estreno un traje nuevo. Yo me conformaba con ropas de algodón que planchaba el servicio, y con descuido, aparecía entre mi familia como un bulto agregado a un cuadro armónico y noble que podría haber prescindido enteramente de mi. Por agradar, procuraba acomodarme a los gustos familiares por los retratos de los antepasados, me afanaba con el cuidado de los caballos, con el arte de la poda de los árboles, el cálculo del riego y el estudio de las cosechas y la siembra. Yo quería que me gustasen el ahogo de la tradición, los valores morales y el peso de la culpa. Yo necesitaba que me vieran más allá de luz cegadora y vital de mi hermano y ahora no puedo dejar de verlo a mis pies, tieso como la raspa de un pescado, como una espada.
Dentro de poco el muerto empezará a enfriarse y su piel marmórea se hará transparente, violeta. No volverá a cantar con su voz de castrado, no cazará mariposas con la mosquitera y mi padre no le dirá más veces que heredará la gloria, la casa, la honra. Ya no escuchará en la radio programas de canciones dedicadas ni mi abuela podrá decirle “dame un beso, vida mía”. Vieja como es, se mustiará de pena sin su ángel. Se irá antes de lo previsto al otro barrio. Mejor, para que esperar a que el Señor la acoja en su seno.
Cae la tarde. Lo miro de reojo. Oscurece con la rapidez de octubre; lloverá pronto un agua pesada de estrellas de plomo, de agujas. Lloverá un diluvio hasta enfangar la tierra, pesadamente. En un rato nos llamarán para la cena; entonces, el hilo de sangre dejará de gotear de sus labios y no habrá mas simpatía, ni recital de versos en Navidades, ni arrullos, ni abrazos, ni cuadernos de letra refinada e inglesa que tanto festejaba mi padre. Nadie le pelará mas naranjas de postre ni lo bañara en agua de jazmines para que huela a primavera. Nadie le dará mas gusto que el de echarle encima una losa de tierra y rezarle un Ave María el Día de los Difuntos.
Me da miedo tocarlo. No sé en cuanto tiempo un muerto familiar se convierte simplemente en un fiambre. No sé casi nada de la muerte que no sea este gusto violento y feroz por pegarle dos tiros, por escuchar cada disparo como un trueno, una estampida de bestias encerradas que salen campo a través con rumbo incierto. Sigo aquí, con mi olor a cuadra y a presa distraída. Le doy un puntapié y siento que se agita como si aún le quedase un penúltimo aliento. No es muy grande. Si no lo buscasen quizá no lo verían hasta pasar un mes o dos. Detrás de esos matorrales no es demasiado visible pero yo sé que está aquí como mi nudo en la boca del estómago, como un manojo de hebras verdes, de hojas de enredadera que se agarró a las paredes de mi tripa la tarde en que mi padre dijo: “Es un varón. Un heredero”. Me sube hiel hasta los dientes y chirrían. Tengo frío. Quiero que nos busquen para cenar. Que lo encuentren, que lo vean. Quiero que me pregunten y no decir nada. Despacio empiezo a ensayar las lágrimas y mi dolor de mentira. Dejo sobre las hojas secas la escopeta. Quiero mi herencia, mis vestidos nuevos y su caligrafía de letra inglesa. Quiero comerme los gajos de sus naranjas amargas y que me den a mi los besos que le daban. Quiero que empiece a oler mal y que no haya baño de jazmín que lo remedie.
Un golpe de viento eriza la hojarasca a su alrededor. Me agacho para comprobar que no respira. Me bajo las bragas, meo y huele muy fuerte, a meada de espárragos. Un líquido amarillo se escurre por la hierba como un riachuelo y le moja la mano derecha. La toco y está helada. Es la hora de la cena y han empezado a llamarnos. Nos buscan con luces de candil mientras a lo lejos gritan nuestros nombres. El tazón de leche con sus magdalenas estará dispuesto en la mesa. El muerto no dice nada. Yo me tumbo a su lado, me acurruco junto a él sin piedad y espero a ver la desesperación de mi madre. Quiero que nos encuentren pronto. Tengo hambre y el otoño viene frío.
Lola B. Gallardo
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