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¡QUÉ PELAMBRERA!
Encarnita Rubio Alonso
Cuando lo vi tuve que hacer un esfuerzo para no reírme; era
alto, escuálido, de aspecto apacible; con el rostro cadavérico...
Para mis adentros me dije: “¿le compro
un bocadillo o le canto una saeta?” Ninguna de las dos cosas, porque ese joven,
que parecía un viejo, había sido un canon de belleza no hacía mucho tiempo.
¿Qué podía haberle pasado para estar así?
Llevaba una túnica larga que le cubría sus huesudos
pies; pero esto no era nada comparado con su pelo. ¡Qué pelambrera! Era como un
manojo de estopa con mechas rojas y verdes.
La vida te da sorpresas pero esta era demasiado
fuerte. Yo no sabía qué pensar. Él, viendo mi cara de asombro, rompió su
silencio para decirme con toda naturalidad: “esto es otra faceta de la vida”.
Ahora quedé perpleja
del todo.
Marchó al Tibet, ayunó, meditó y quedó en esto.
Pero los andrajos no eran el reflejo de su riqueza interior.
La
metamorfosis que se había producido en su aspecto físico fue inversa a la que
sufrió en el fondo de su alma: cuanto más repulsivo era por fuera, más bello
era por dentro. Consecuencia de olvidarse de uno mismo y vivir por los demás.
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