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LA SILLA VACÍA
Cristina Marí Torres
Don Leandro solía llegar a la biblioteca a
la misma hora de la mañana. Elegía un libro, se sentaba frente a una mesa, y
después acercaba una silla vacía que colocaba junto a la suya. Leía con
atención cada una de sus páginas, murmurando de vez en cuando algo
ininteligible en voz baja al tiempo que lanzaba una mirada furtiva al asiento
vacante.
Coincidí con él en la biblioteca en varias
ocasiones, y me llamaba la atención aquel mismo ritual que precedía siempre a
su lectura.
La caída fortuita de mi carpeta a su lado me
sirvió aquel día para entablar una breve conversación con él. Se trataba de un
maestro jubilado, amante de las obras de Delibes a las que releía una y otra
vez buscando facetas en sus relatos sobre las que aún no había recaído.
Me atreví entonces a preguntarle sobre el
motivo de colocar una silla vacía a su lado, a lo que me contestó sonriendo:
―¿Con quién mejor que
con su autor podría comentar su libro?
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