Fila siete
Llovía. Llovía
tanto, que después de correr por la calle llegué al cine empapado. Entré casi
sin aliento, jadeando. Fermín, el acomodador, me sonrió con la mirada. Ya era
la tercera vez que me veía aquella semana. Me conocía bien, porque yo había
hecho de aquella sala de cine mi refugio, mi fortín, el espacio perfecto para
llenar mi vida gris de adolescente. Alimentaba mis días tristes con historias
de amor, aventuras, héroes y villanos.
En la sesión de
las cuatro el cine estaba desierto, por eso era mi favorita. Comencé mi ritual,
avanzando despacio por el pasillo central, acariciando los apoya brazos de
madera y el terciopelo del respaldo, oliendo, escuchando, con los sentidos
alerta. Sonó la música, se iluminó la pantalla y los rótulos anunciaban el
inicio de otra maravillosa aventura. De repente, desde la fila siete, unos ojos
preciosos, verdes, atentos y tan perdidos como los míos me miraron. No sé muy
bien por qué, pero en silencio me senté a su lado y juntos descubrimos como
navegaba la Reina de África. Y durante mucho tiempo, una vez por semana, la
fila siete tuvo dos asientos ocupados en la sesión de las cuatro.
Eva María Muñoz Campos
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