El narcoléptico
En
el metro o la cola del banco me sobrevenía el sueño, me atrapaba con sus
tentáculos y se abría la puerta que conducía a tu cuerpo. Cada recodo tuyo era
un cine de verano donde proyectaban una película equis. Yo era el hombre
doliente que menguaba, se descolgaba por la comisura de tus labios y transitaba
por tus curvas de Emmanuelle, arrellanada en tu sillón de mimbre. O por la piel
broncínea de Catherine
Tramell, y yo en espera de tu cruce de piernas y el
beso mortal de tu punzón de hielo. O el portero de noche que, apostado en un
seno turgente, guardaba las puertas de tu corazón. Tu ombligo era la trinchera
donde permanecí agazapado nueve semanas y media, en tu pubis ralo se cocía a
fuego lento el imperio de los sentidos y más abajo mi miembro se convertía en
el cartero que siempre llamaba dos veces. Después despertaba en un soleado hall
o en un andén atestado. Pero hoy no. A pocos centímetros yaces dormida y rompo
a reír. De nuevo tu cuerpo es mío. Respiro aliviado y consulto mi reloj. Falta
un minuto para las doce, hora de mi funeral, anhelada muerte mía.
Nacho Albert Bordallo
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