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martes, 18 de diciembre de 2012

MARCOS CALLAU VICENTE opina sobre el poemario "El destino nos ata y nos desata" de Juan Calderón Matador. 2012


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MARCOS CALLAU VICENTE opina sobre el poemario "El destino nos ata y nos desata" de Juan Calderón Matador. 2012

Quien haya conocido desde los comienzos la poesía de Juan Calderón identificará El destino nos ata y nos desata como una conclusión de la experiencia. Juan Calderón acostumbra a buscar la palabra exacta, la exquisitez y la exigencia en la construcción del poema, de cada verso, depurando al máximo su conclusión, como el maestro que cincela una escultura de mármol, despojándola de todo lo sobrante, dejando solo la perfección. 

Este último poemario (poemario de la experiencia) está claramente dividido en tres partes que se completan entre sí, complementan y cierran, al final, como un círculo perfecto. El destino nos ata y nos desata comienza como un grito, una revelación y una firme declaración de intenciones con el poema Corriente. Este grito torrencial se apacigua rápidamente, desde esa experiencia que impregna toda la obra, en Lluvia, un canto a esa paciencia que debe estar presente en todo amor, un propósito de saber esperar. De hecho, el siguiente poema se titula Espera y navega entre la embriaguez del güisqui y la perfecta construcción poética. Pero, como acertadamente apunta Blas Muñoz Pizarro en el magnífico prólogo escrito para este libro, el poemario está en continuo movimiento, no solo de manera circular, también dentro de la historia de amor que se nos propone. En este libro, en palabras de Muñoz Pizarro, “hay un ir que es un volver” y así el futuro es un regreso a la experiencia, desde la propia experiencia. Regreso  es el título del siguiente poema, como una fotografía antigua, que revela un futuro que es pasado, un ir que es un venir.

Innumerables son las veredas por las que camina la voz de El destino nos ata y nos desata pero, de alguna manera, todas confluyen en ese mismo destino que es la consecuencia de lo que hoy grita y nos revela con sus palabras. La primera parte de la obra concluye así, como una vocación de cerrar el círculo en el poema Presentimiento, una conclusión de la paciente espera en el poema Certeza, un recomenzar y reescribir Libretos y un tiempo que respeta y se detiene en los Signos. Y llegamos a la parte central titulada Lo que fuimos, una vuelta al pasado desde su consecuencia. Un divertido y dinámico comienzo con la iniciación que descubre Trampas y Tapias que se derrumban a base de corazón, remansa su ritmo para llegar de nuevo a la reflexión. Y el tiempo siempre está presente en estos momentos de quietud. Merece una mención especial el poema Torrentera por su vocación de achicar el fuego en los relojes. Caoba nos permite viajar al otro lado del tiempo y Claves precisamente descifra la imposibilidad del regreso. 

La poesía de Juan Calderón es colorista y está impregnada de otra de sus pasiones, la pintura. Y en El destino nos ata y nos desata hay un poema que es el mejor reflejo de estos lienzos que Juan pinta con palabras. Se trata del poema Incendio. Sin nombrar ningún color, el poema comienza en gris nocturno para convertirse en rojo pasión al tercer verso. El cuerpo central del poema pasa del amarillo al marrón y concluye con un festival colorista, “un cierzo de colores hizo volar las últimas pavesas” Esta poesía colorista está presente también en el resto de la obra. Y esta parte central del poemario concluirá de nuevo con la paciencia del poema Luz (“borrar la prisa de los dedos”) y la incertidumbre del reencuentro, la dulzura del renacimiento.

Precisamente El destino nos ata y nos desata concluye con una última sección de dieciséis poemas acertadamente titulada Cerrando el círculo. Es la poesía del final del camino, la conclusión, la certeza del haber sido y por ello, ser hoy. La voz del poema encuentra la muerte del vagabundo, el final de su existencia como nómada para, finalmente, reencontrarse con su identidad en la identidad del amado.

Esta última obra de Juan Calderón rebosa experiencia y perfección, pudiendo afirmar que es, de todas, la más exquisita. Un rotundo canto al amor, sin géneros, sin barreras; un grito sonoro, también desde la poesía del silencio, porque el poeta deja su parte al lector, a su imaginación y completa el viaje, puliendo sus palabras, sus versos, cincelando para alcanzar la maestría de una escultura de mármol dotada de alma y humanidad. Un delicado canto al amor no exento de sexualidad y de vida, como un torrente de versos, al galope, por las venas del autor.



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