EL DESTINO NOS ATA Y NOS DESATA, de Juan Calderón Matador.
(Una propuesta de análisis, por Ricardo García
Fernández)
El nuevo poemario de Juan
Calderón Matador, El destino nos ata y
nos desata, es el planteamiento lírico de una concepción amorosa. A lo
largo de su lectura, los poemas funcionan como las distintas piezas de única
manera de entender el amor, tema principal de la obra. Este sentimiento, como
se verá a continuación, se caracteriza por la pureza, la fidelidad, el carácter
platónico y una combinación perfecta entre espiritualidad y sexualidad,
expresándose siempre a través de la serenidad y la reflexión con unos recursos
formales que entretendrán a cualquier analista.
La pureza de este amor se hace
patente en cuanto se levanta como una emoción cuya fuerza no se ve reducida al
género. El sujeto poético tan pronto se expresa en femenino como en masculino;
y la figura amada, es amada ante todo sin importar si es masculina o femenina (Me pregunto cuál es tu nuevo rostro,/ si
serás Él o serás Ella). Podría interpretarse como bisexualidad, si se
quiere, o como la superioridad del amor por encima de prejuicios y convenciones.
A pesar de que múltiples rostros
amados (imagen obsesiva del autor) se entrecrucen, siempre queda la sospecha de
que sean el mismo con distintas formas; se reniega de aquellos que no cumplen
esta creencia; y el canto a la fidelidad es una constante. Para reparar en ella
bastaría con analizar las imágenes que se refieren a las personas que podrían
irrumpir en la relación: una alimaña que canta “melodías de sangre y de colmillo”, una mujer haciéndose pavesas “entre sus propias llamas”, “ladrones/ que puedan sustraer nuestro
rescoldo”, “pájaros hambrientos”
que buscan la rapiña…
El carácter platónico se
manifiesta en las numerosas ocasiones en las que se presenta una búsqueda
amorosa en continua oscilación entre lo alcanzable y lo inalcanzable. Predomina
el enamoramiento repentino, profundo y luminoso; la alarma de su fugacidad y el
deseo de que permanezca. Y, ante todo, lo que se expresa con más insistencia es
la idea de que el enamoramiento equivale al reencuentro con el ser amado de una
vida anterior, ya olvidada: “Dime, si es
que lo sabes, / en qué lugar lejano/ asumimos la vida codo a codo./ El tiempo,/
travieso duende,/ nos ha borrado el rastro de otros ciclos”.
La espiritualidad cubre por completo el tratamiento amoroso hasta el
punto de poder hablar, sobretodo a partir de la segunda parte del poemario, de misticismo.
De esta manera, a la unión amorosa se le llama “comunión”; en la mirada del amado se ven señales de Dios y la vida
con él se entiende como “oración”. La
sustancia embriagadora y placentera que coincide con el encuentro absoluto con
el otro, denominada “licor” y repetida tantas veces por los místicos españoles,
también aparece aquí. Sin embargo, en estos poemas el otro no es Dios, sino el
amado; y no se refiere a una realidad abstracta tan difícil de desentrañar: “Antes de anochecer/ eran ya prisioneros/ de
aquel dulce licor desconocido.”
La utilización de la figura de
Dios parece realizarse de una manera popular y folclórica. Cuando se le
menciona se formula un deseo, encarnando la idea de destino o azar: “Dios mío,/ que no pase de largo.”
Por otro lado, esta
espiritualidad es combinada armónicamente con un fuerte erotismo de evidente
carga sexual: “Ensalivo la flecha/ me
hundo en ti”.
El tema del amor, presente en
toda la obra, despliega otros subtemas como el destino, elemento articulador de
la concepción amorosa en cuanto al platonismo y la espiritualidad, y motivo
evocador del título general; el paso del tiempo, preocupación por la que se
invita al Carpe Díem amoroso; y la
muerte. Algunos poemas, excepcionalmente, sorprenden por el tratamiento
magistral de alguno de estos temas con independencia al del amor. Por ejemplo,
aquellos que retratan a un suicida, a los avaros herederos de un fallecido, o a
una mujer cuyas lágrimas por la pérdida del ser querido le impiden percibir la
visita extraterrenal de este.
Estilísticamente, esta temática
se desarrolla mediante numerosas figuras. Entre ellas cabe destacar la utilización del símbolo y la
metáfora. La simbología más destacada es la de los elementos (aire, fuego,
tierra y agua), que podría conducir a la clasificación de los poemas según el elemento
dominante en cada uno de ellos, como también podrían clasificarse según los
sentidos (vista, gusto, oído, olfato y tacto) presentes, que refuerzan la
sensualidad y el erotismo del discurso. Aunque en menor medida, también llama
la atención el uso de símbolos cósmicos, acorde con el misticismo y la
espiritualidad, como el Cangrejo y el Carnero, designando sus respectivos
horóscopos.
En cuanto a la utilización de
metáforas, predominan las que Victoria Escandell, entre otros, denomina
“metáfora de identidad” y según la cual un primer término, imaginario, se une a
un segundo, real, mediante la preposición “de”: “con las hebras de mosto de tu pubis”. En segunda posición, queda
la metáfora unida a su término real mediante una aposición: “La vida,/ ese vaivén que lleva el río”.
En otra ocasión se podrán
desarrollar otras cuestiones, como el de la selección e innovación léxica en
palabras como “calofrío” o “otoñeciendo”.
Métricamente, esta poesía se
caracteriza por el uso de un verso blanco, sin rima, cuya medida oscila del
verso trisílabo al alejandrino, predominando el heptasílabo junto al eneasílabo
y el endecasílabo, combinados con plena libertad en cada una de las
composiciones. Se podrá observar que siempre es el verso el que se adapta al
contenido y no al revés. Y que las unidades sintácticas coinciden con las
métricas, logrando un equilibrio y una armonía casi renacentista, que se rompe
a partir de la tercera parte del poemario, a través de numerosos
encabalgamientos, sugiriendo el final de la obra, la ruptura del encuentro con
el poeta, los suspiros que lanzan los desenlaces: “luego canta la noche/ el aria del adiós, mientras regreso”.
El lector puntilloso reparará en
algunas irregularidades métricas. Pero el lector doblemente puntilloso se
percatará de su clara intencionalidad y el efecto que se logra mediante estos
procedimientos. Por ejemplo, frente a la ausencia de rima se podrán encontrar
algunas asonancias. En “Aún guardan las
sábanas el eco/ de bravas galopadas./ Cajas sin fondo, los balcones/ le
dan albergue al último jadeo.”, dicha asonancia evoca el mismo eco
del que hablan los versos. Frente al sistemático uso de la sinalefa, en
ocasiones se rompe. Así, refiriéndose al recorrido por el cuerpo amado, se dice
en un endecasílabo “vereda a vereda, poro
- a poro”, produciéndose una breve pausa al final del verso, emulando el
ritmo lento del sensual recorrido. Incluso la ruptura de diptongos se llena de
significado, como en el endecasílabo “girando
un quitasol insinu - ante”, donde el alargamiento en la pronunciación de la
última palabra, inspira el movimiento descrito en el contenido.
En conclusión, y sin querer
anular otras opiniones, podrá afirmarse que el lector, entre estas páginas,
descubrirá numerosos hallazgos. Quien tenga un mínimo de sensibilidad, podrá
disfrutar con su lectura y desentrañar no sólo una concepción amorosa y una
visión general de temas universales, sino también una poética formal que
analizar y, por qué no, también juzgar de aquí en adelante.
Ricardo García
Fernández
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